El deceso del ex presidente Raúl Alfonsín echa luz sobre la decadencia institucional que padece nuestro país. En 25 años la democracia argentina no solamente no se consolidó sino que por el contrario, se debilitó hasta extremos alarmantes. En este contexto, la figura del ex mandatario fallecido agiganta el contraste con sus predecesores y especialmente con la forma en que se ejerce la función pública en la actualidad.
Si bien es cierto que desde 1983 a la fecha no hubo interrupciones en la sucesión democrática, esto no basta por sí solo para hablar de calidad institucional. En rigor, además de las entregas del poder anticipadas, hubo anticipación de elecciones, como volverá a acontecer este año, hechos que demuestran que la democracia argentina no ha logrado hacer pie de manera definitiva.
Sin embargo, más allá de estas cuestiones formales, el peligro mayor de las instituciones argentinas está dado en la vocación autoritaria de la administración actual y del partido político que representa que tuvo la habilidad para echar por tierra los tímidos avances que se dieron a lo largo del último cuarto de siglo.
El caso de la renuncia del titular de la Fiscalía de Investigaciones Administrativas, Manuel Garrido, es el más reciente de una serie de embates contra la transparencia institucional. Este órgano debería controlar la gestión nacional pero como señaló el funcionario renunciante, el gobierno de Cristina Fernández, a través de la Procuraduría General de la Nación, hace todo lo posible para que se vea impedido de cumplir con su cometido.
El incremento exponencial de la corrupción enquistada en las instituciones de gobierno y en las fuerzas de seguridad necesita de contralores lábiles que sepan guardar discreción y mirar para otro lado. La consecuencia directa es la vulnerabilidad a la que se ven sometidos los ciudadanos rasos, esto es, la enorme mayoría de argentinos que no cuentan con la protección de los funcionarios de turno.
Ciertamente esto no es nuevo pero en los últimos cinco años se ha profundizado de manera alarmante. Los índices de inseguridad así lo demuestran, ya que nunca se sabe hasta qué punto los delincuentes cuentan con el respaldo de las fuerzas policiales y hasta del poder judicial. El narcotráfico se sirve de los poderes que deberían combatirlo para extender su podredumbre sobre el cuerpo social.
El cuadro se completa con una intervención directa del Estado sobre los medios de comunicación, limitando la libre expresión y afectando el derecho básico a la información. La compra de radios, periódicos y canales de TV por parte de testaferros del poder deja a los argentinos en manos de manipuladores inescrupulosos que desinforman y engañan la fe pública.
El silenciamiento de periodistas prestigiosos como Nelson Castro, a quien simpatizantes del kirchnerismo impidieron continuar con su programa radial se suma a hechos vergonzosos y grotescos como el atentado que sufriera la emisora de amplitud modulada de la ciudad chaqueña de Charata y las interferencias a las señales del Grupo Clarín en la provincia de La Pampa.
Quizá el último acto de grandeza del ex presidente haya sido expirar en un contexto marcado por la descomposición institucional, llamando la atención de una sociedad tan atribulada como descreída.
La desaparición de Alfonsín estimula a esta nación agobiada para que vuelva a los cauces naturales de la democracia donde los valores fundamentales de la coherencia y transparencia no pueden ser dibujados como las estadísticas oficiales del Indec.
domingo, 5 de abril de 2009
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